jueves, 18 de septiembre de 2014

Aclarado el enigma de la misteriosa estancia del convento de Santa Clara


            El 19 de junio de 2012 publicamos en este blog el hallazgo de una estancia desconocida en el convento de Santa Clara de Borja  que provocó la lógica sorpresa de nuestros lectores y planteó una serie de interrogantes sobre la misma que ahora, dos años, después estamos en condiciones de aclarar. 



Fue con motivo de unas obras realizadas en el convento cuando fue descubierto un espacio oculto, situado sobre el coro bajo que está adosado a la iglesia conventual, al que únicamente se podía acceder por una ventana existente sobre el tejado del coro. 




            En el interior, visiblemente abandonado desde hace tiempo y parcialmente destruido, se conservan unas extrañas pinturas cuyo contenido analizábamos entonces, representando tres escenas con particularidades llamativas.   



            En la parte central existe una hornacina, parcialmente cegada, en torno a la cual se dispone una representación que tiene como eje la figura de un Niño Jesús, con pájaros en torno suyo, de cuya boca sale la frase “Ego svm lux mundi”. “Yo soy la luz del mundo” (Jn, 8:12). Llama la atención la representación de las letras en sentido inverso, lo que ocurre en la mayor parte de las representadas.




            A la derecha del Niño, se encuentra un grupo de personas con la frase “Beatus venter qui te portavit”. “Bienaventurado el vientre que te llevó” (Lc. 10:27), el elogio a la Virgen que le dirigió a Jesús una mujer, según relato del evangelio de Lucas. Según interpretábamos entonces representaba a las almas de los justos, aunque era llamativo el hecho de que llevasen piedras en sus manos algo. Por el contrario,  los situados a su izquierda parecía ser los condenados por sus rostros descompuestos y la frase “Samaritanus es tu” que corresponde al evangelio de San Juan (Jn 8:48) cuando los judíos increparon a Jesús preguntando “¿No te decimos bien nosotros que eres samaritano y que tienes un demonio?”.



            A la izquierda de la representación que acabamos de comentar existe otra pintura en la que aparece un Cristo yacente que tiene a su lado las figuras de un hombre y de una mujer. Corrresponde al momento en el que Cristo es sepultado por José de Arimatea, en presencia de la Virgen.



            En el muro lateral figura una de las caídas de Jesús camino de la Cruz. También son muy interesantes las citas utilizadas en la representación. De la boca de Cristo sale la frase: “Ego sum vermis”, del salmo 22:7. “Yo soy un gusano, no un hombre”. A la izquierda un grupo de mujeres, entre ellas la Virgen con la frase: “Vadam ad montem myrrhae” tomada, en este caso, del Cantar de los Cantares (4:6): “Iré al monte de la mirra, a la colina del incienso”. También se aprecia la imagen del Cirineo e, incluso, una cartela con la sentencia a la Cruz.



            Cuando publicamos la noticia sugerimos que se trataba de una tribuna desde la que seguir la Santa Misa e, incluso, la relacionábamos con la figura de una religiosa del convento, Sor Teresa Longás, que a comienzos del siglo XVIII fue la protagonista de una serie de hechos que provocaron la intervención del Santo Oficio, resultado finalmente condenada a seis años de reclusión, por lo que apuntamos la posibilidad de que fuera el lugar donde cumplió su reclusión. Los recientes descubrimientos efectuados por D. Alberto Aguilera Hernández han venido a corroborar buena parte de nuestra hipótesis, aunque con datos mucho más precisos e ilustrativos.



            Efectivamente, a partir del proceso inquisitorial al que fue sometida y que se conserva en el Archivo Histórico Nacional, se han podido reconstruir las circunstancias personales de esta religiosa que, a finales del siglo XVII, comenzó a adquirir fama de santidad. De ella se decía que era ascendida por los ángeles al cielo, todos los días festivos, por lo que eran muchas las personas que le llevaban rosarios para que fueran bendecidos. Se creía dotada de espíritu profético, aunque con poco acierto. En sus delirios llegaba a afirmar que se le aparecían personas fallecidas para solicitar confesión y lograr la definitiva salvación. En algunos casos, estas apariciones iban acompañadas de un gran estrépito que provocaba horror en el resto de la comunidad.
            El trato con su confesor, el franciscano fray Manuel del Val, se desarrolló en el marco de una intimidad especialmente llamativa, pues llegaba a confesarse con él tres veces al día, por espacio de más de dos horas. De hecho, su fama de santidad fue alentada por el propio confesor que fue quien propició su designación como abadesa. Durante el período de su mandato, mandó construir la estancia que estamos comentando, donde escribió algunas de sus obras, por inspiración angélica, y donde permanecía nueve horas cada día, siendo reemplazada por un ángel que adoptaba su figura para que el resto de las religiosas no se percatara de su ausencia.
            Finalmente, en 1700, una compañera terminó denunciándola ante la Inquisición, dando origen a un dilatado y complejo proceso que se desarrolló en medio de una gran tensión suscitada entre sus partidarios y detractores.



            En el transcurso de las numerosas declaraciones fueron apareciendo hechos relevantes que no se circunscribían exclusivamente a sus delirios, sino que también se pusieron de manifiesto otros que pueden ser calificados de delictivos, como el robo de 820 escudos de los fondos comunitarios, el empeño irregular de unas joyas depositadas en el convento, o el incendio que, al parecer, provocó sobre la celda de quien le había denunciado. Precisamente, una de las testigos hizo referencia a la decoración de la tribuna y, en concreto, a la figura del Niño Jesús predicando sobre un monte, mientras le escuchaban personas que, en algunos casos, portaban piedras.
            Condenada a seis años de reclusión y pérdida de todos los honores que podían corresponderle por haber sido abadesa, los cumplió en su celda y no en esta estancia, como habíamos supuesto. Falleció muchos años después a la edad de 63 años, a pesar de que había profetizado que moriría a la edad de Cristo.



            La estancia quedó olvidada durante siglos hasta que, merced a las obras citadas, volvió a resurgir junto con el recuerdo de esta religiosa que protagonizó uno de los más sorprendentes acontecimientos acaecidos en nuestra ciudad.

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