lunes, 10 de diciembre de 2012

El retablo mayor de la iglesia del convento de Santa Clara (I)


            Con motivo de la publicación de los dos artículos dedicados al retablo mayor del antiguo convento de San Francisco, uno de nuestros lectores nos animaba a dar a conocer otros retablos de Borja. Al disponer de las recientes fotografías realizadas por Enrique Lacleta, podemos complacerle hoy con este nuevo artículo sobre el retablo mayor de la iglesia del convento de Santa Clara.





            En este caso se trata de una obra importante que, junto a los retablos laterales dedicados a Santa Ana y Santa Clara, fue realizado por José Ramírez de Arellano, a mediados del siglo XVIII. Ramírez de Arellano fue uno de los más destacados escultores aragoneses de su época. “Escultor del Rey” y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, intervino en la realización de numerosas obras en la región, entre ellas la decoración de capilla de la Virgen en la basílica del Pilar, de cuyas obras fue director adjunto. Entre su producción no suelen citarse estos retablos de Borja, cuya autoría ya fue apuntada, en 1980, por la Profª Dª Belén Boloqui. Pero fue D. Alberto Aguilera quien, en 2006, dio a conocer la localización de las capitulaciones de las obras en el archivo del convento y el modo en el que se llevó a cabo la financiación de las diferentes etapas constructivas.





            El retablo está dedicado a San Sebastián, algo que puede parecer sorprendente para un convento de religiosas. Nacido en el siglo III, Narbona, una colonia romana, fundada en el año 118 con el nombre de Colonia Narbo Martius, Sebastián fue un militar destacado que llegó a mandar la primera cohorte de la guardia pretoriana del emperador Diocleciano. En 285, Maximiano fue nombrado co-emperador y, mientras Diocleciano permanecía en Oriente, se hizo cargo del gobierno imperial en Occidente, estableciendo su residencia principal en Tréveris. Diocleciano ha pasado a la historia de la Iglesia como el responsable de la “gran persecución” iniciada el año 303. Sin embargo, anteriormente, ya se habían producido represiones sangrientas, especialmente entre las legiones, muchos de cuyos miembros habían abrazado el Cristianismo. La más grave tuvo lugar el 286, cuando por orden de Maximiano fue masacrada la legión tebana en las Galias, al negarse todos sus miembros a ofrecer sacrificios al emperador. En este ambiente, se produjo la denuncia contra Sebastián, dos años después, acusado también de ser cristiano. Ante su firmeza en la defensa de sus creencias fue condenado a morir asaeteado. Logró sobrevivir y recuperarse de sus heridas. Aunque le aconsejaron huir, decidió presentarse ante Maximiano, reprochándole su conducta contra los cristianos. Condenado, de nuevo a muerte, fue azotado hasta perecer y su cadáver arrojado a una cloaca de donde fue recuperado por Santa Lucina. Por ese motivo, entre sus atributos personales figura, en ocasiones, la doble corona del martirio.





            No ocurre así, en Santa Clara, donde el angelote que se apoya sobre el capitel de una de las columnas, lleva en su mano izquierda la palma del martirio y, en la derecha, un a única corona.





            Por otra parte, en la mayoría de las representaciones, el santo aparece como un joven desnudo atado a un árbol y con las flechas clavadas en su cuerpo. Esta circunstancia ha propiciado que sus imágenes fueran utilizadas como expresión del desnudo masculino. De hecho, San Sebastián ha sido considerado como el “Apolo cristiano”, especialmente a partir del siglo XV, cuando se consolida esa iconografía. En este caso, al tratarse de una imagen destinado a un convento femenino, se optó por representarlo vestido con la túnica, dejando descubierto, únicamente, uno de sus hombros y parte del pecho. En torno al cuerpo se dispone, además, la clámide o manto militar rojo.





            Esa condición de militar queda patente, también, por el caso y el escudo que aparecen depositados a sus pies. A la vista de lo señalado, nuestros lectores podrían preguntarse sobre la razón que impulsó a adoptar, como titular de la iglesia, a un santo que no guardaba relación con la orden franciscana y que, por otra parte, presentaba algunos problemas a la hora de realizar su representación iconográfica. Ello fue debido a que, para poder construir el templo, las religiosas tuvieron que adquirir la ermita de San Sebastián que se encontraba allí. Los cofrades accedieron con la condición de que el titular sería su patrón y que, en dicho templo, tendrían su sede, como ha venido ocurriendo hasta nuestros días.





            A los lados del titular, aparecen las imágenes de dos santos franciscanos. El de la izquierda es San Buenaventura y el de la derecha San Juan de Capistrano.



 

            En el artículo sobre el retablo mayor del convento de San Francisco ya ofrecimos unas breves notas sobre la biografía de San Buenaventura, a las que remitimos ahora. Aquí, el santo está representado con el hábito franciscano.





Sobre él, viste roquete blanco y, encima, muceta roja propia de su condición de cardenal. En la mano izquierda sostiene un libro abierto (en el lomo se adivinan las letras del título que no hemos podido identificar)  y en la derecha empuña la pluma, en referencia a su condición de escritor prolífico y de Doctor de la Iglesia.





            En el lado derecho se encuentra San Juan de Capistrano que, también, aparecía en el retablo del convento de San Francisco. Viste hábito franciscano, ceñido por el cordón, y en la mano derecha empuña la bandera con el trigrama IHS que enarboló en la defensa de Belgrado, mientras que en la izquierda sostiene un crucifijo.





Es curioso que, como en el otro retablo, lleva en el pecho la cruz de Calatrava utilizada por los dominicos, en lugar de la cruz roja con la que suele ser representado.
Mañana continuaremos con el análisis de este retablo que, sin duda, reviste especial interés, tanto desde el punto de vista artístico como iconográfico.

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